sábado, 6 de junio de 2015

BLANCA NIEVE Y LOS SIETE ENANITOS

Había una vez, en pleno invierno, una reina que se dedicaba a la costura sentada cerca de una venta-na con marco de ébano negro. Los copos de nieve caían del cielo como plumones. Mirando nevar se pinchó un dedo con su aguja y tres gotas de sangre cayeron en la nieve. Como el efecto que hacía el rojo sobre la blanca nieve era tan bello, la reina se dijo. -¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nie-ve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano! Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano. Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al na-cer la niña, la reina murió. Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no po-día soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba: ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? Entonces el espejo respondía: La Reina es la más hermosa de esta región. Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad. Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella co-mo la clara luz del día y aún más linda que la reina. Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo: ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? el espejo respondió: La Reina es la hermosa de este lugar, pero la linda Blancanieves lo es mucho más. Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche. Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo: -Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparez-ca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba. El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó: -¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más. Como era tan linda el cazador tuvo piedad y di-jo: -¡Corre, pues, mi pobre niña! Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocine-ro los cocinó con sal y la mala mujer los comió cre-yendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves. Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árbo-les la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruza-ban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la
caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pe-queña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves co-mió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sin-tió muy cansada y se quiso acostar en una de las ca-mas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que fi-nalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se en-comendó a Dios y se durmió. Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete faro-litos y vieron que alguien había venido, pues las co-sas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo: -¿Quién se sentó en mi sillita? El segundo: -¿Quién comió en mi platito? El tercero: -¿Quién comió de mi pan? El cuarto: -¿Quién comió de mis legumbres? El quinto. -¿Quién pinchó con mi tenedor? El sexto: -¿Quién cortó con mi cuchillo? El séptimo: -¿Quién bebió en mi vaso? Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo: -¿Quién anduvo en mi lecho? Los otros acudieron y exclamaron: -¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mi-rando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanie-ves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Enton-ces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves. -¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta ni-ña! Y sintieron una alegría tan grande que no la des-pertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus com-pañeros y así pasó la noche. Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron. -¿Cómo te llamas? -Me llamo Blancanieves -respondió ella. -¿Como llegaste hasta nuestra casa? Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita. Los enanos le dijeron: -Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada. -Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo co-razón. Y se quedó con ellos. Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las ma-ñanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista. Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:
-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie! La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo: ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? Entonces el espejo respondió. Pero, pasando los bosques, en la casa de los enanos, la linda Blancanieves lo es mucho más. La Reina es la más hermosa de este lugar La reina quedó aterrorizada pues sabía que el es-pejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el caza-dor la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la re-gión la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irre-conocible. Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó: -¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo! Blancanieves miró por la ventana y dijo: -Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted? -Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores. La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó: -Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer. Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta. -¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe. Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápi-damente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta. -Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue. Poco después, a la noche, los siete enanos regre-saron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blanca-nieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse po-co a poco. Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron: -La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca! Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó: ¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? Entonces, como la vez anterior, respondió: La Reina es la más hermosa de este lugar, Pero pasando los bosques, en la casa de los enanos, la linda Blancanieves lo es mucho más. Cuando oyó estas palabras toda la sangre le aflu-yó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida. -Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer. Y con la ayuda de sortilegios, en los que era ex-perta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfra-zó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó: -¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo! Blancanieves miró desde adentro y dijo: -Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.
-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire. Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo so-bre la compra la vieja le dilo: -Ahora te voy a peinar como corresponde. La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento. -¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer-ahora sí que acabé contigo! Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. En-tonces le advirtieron una vez más que debería cui-darse y no abrir la puerta a nadie. En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo: ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejito, respondió nuevamente: La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero pasando los bosques, en la casa de los enanos, la linda Blancanieves lo es mucho más. La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera. -Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma. Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos. Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ven-tana y dijo: -No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido. -No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una. -No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada. -¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mi-ra, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca. La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La be-lla manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la ma-no y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta. Entonces la vieja la examinó con mirada horri-ble, rió muy fuerte y dijo. -Blanca como la nieve, roja como la sangre, ne-gra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte! Vuelta a su casa interrogó al espejo: ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió. La Reina es la más hermosa de esta región. Entonces su corazón envidioso encontró repo-so, si es que los corazones envidiosos pueden en-contrar alguna vez reposo. A la noche, al volver a la casa, los enanitos en-contraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lava-ron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió están-dolo. La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una per-sona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas. Los enanos se dijeron: -No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hi-cieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos,
la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita. Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dor-mir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano. Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba es-crito en letras de oro. Entonces dijo a los enanos: -Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio. -No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos. -En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La hon-raré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo. Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero su-cedió que éstos tropezaron contra un arbusto y co-mo consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada. -¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó. -Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de ale-gría. Le contó lo que había pasado y le dijo: -Te amo como a nadie en el mundo; ven conmi-go al castillo de mi padre; serás mi mujer. Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y mag-nificencia. También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó: ¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? El espejo respondió: La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más. Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina. Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la de-jaron clavada al piso sin poder moverse. Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.

LA CASITA DE CHOCOLATE

Allá a lo lejos, en una choza próxima al bosque vivía un leñador con su esposa y sus dos hijos: Hansel y Gretel. El hombre era muy pobre. Tanto, que aún en las épocas en que ganaba más dinero apenas si alcanzaba para comer. Pero un buen día no les quedó ni una moneda para comprar comida ni un poquito de harina para hacer pan. “Nuestros hijos morirán de hambre”, se lamentó el pobre esa noche. “Solo hay un remedio -dijo la mamá llorando-. Tenemos que dejarlos en el bosque, cerca del palacio del rey. Alguna persona de la corte los recogerá y cuidará”.
Hansel y Gretel, que no se habían podido dormir de hambre, oyeron la conversación. Gretel se echó a llorar, pero Hansel la consoló así: “No temas. Tengo un plan para encontrar el camino de regreso. Prefiero pasar hambre aquí a vivir con lujos entre desconocidos”. Al día siguiente la mamá los despertó temprano. “Tenemos que ir al bosque a buscar frutas y huevos -les dijo-; de lo contrario, no tendremos que comer”. Hansel, que había encontrado un trozo de pan duro en un rincón, se quedó un poco atrás para ir sembrando trocitos por el camino.
Cuando llegaron a un claro próximo al palacio, la mamá les pidió a los niños que descansaran mientras ella y su esposo buscaban algo para comer. Los muchachitos no tardaron en quedarse dormidos, pues habían madrugado y caminado mucho, y aprovechando eso, sus padres los dejaron. Los pobres niños estaban tan cansados y débiles que durmieron sin parar hasta el día siguiente, mientras los ángeles de la guarda velaban su sueño.
Al despertar, lo primero que hizo Hansel fue buscar los trozos de pan para recorrer el camino de regreso; pero no pudo encontrar ni uno: los pájaros se los habían comido. Tanto buscar y buscar se fueron alejando del claro, y por fin comprendieron que estaban perdidos del todo.
Anduvieron y anduvieron hasta que llegaron a otro claro. ¿A que no sabéis que vieron allí? Pues una casita toda hecha de galletitas y caramelos. Los pobres chicos, que estaban muertos de hambre, corrieron a arrancar trozos de cerca y de persianas, pero en ese momento apareció una anciana. Con una sonrisa muy amable los invitó a pasar y les ofreció una espléndida comida. Hansel y Gretel comieron hasta hartarse.Luego la viejecita les preparó la cama y los arropó cariñosamente.
Pero esa anciana que parecía tan buena era una bruja que quería hacerlos trabajar. Gretel tenía que cocinar y hacer toda la limpieza. Para Hansel la bruja tenía otros planes: ¡quería que tirara de su carro! Pero el niño estaba demasiado flaco y debilucho para semejante tarea, así que decidió encerrarlo en una jaula hasta que engordara. ¡Gretel no podía escapar y dejar a su hermanito encerrado! Entretanto, el niño recibía tanta comida que, aunque había pasado siempre mucha hambre, no podía terminar todo lo que le llevaba.
Como la bruja no veía más allá de su nariz, cuando se acercaba a la jaula de Hansel le pedía que sacara un dedo para saber si estaba engordando. Hansel ya se había dado cuenta de que la mujer estaba casi ciega, así que todos los días le extendía un huesito de pollo. “Todavía estás muy flaco -decía entonces la vieja-. ¡Esperaré unos días más!”. Por fin, cansada de aguardar a que Hansel engordara, decidió atarlo al carro de cualquier manera. Los niños comprendieron que había llegado el momento de escapar.
Como era día de amasar pan, la bruja había ordenado a Gretel que calentara bien el horno. Pero la niña había oído en su casa que las brujas se convierten en polvo cuando aspiran humo de tilo, de modo que preparó un gran fuego con esa madera. “Yo nunca he calentado un horno -dijo entonces a la bruja-. ¿Por que no miras el fuego y me dices si está bien?”. “¡Sal de ahí, pedazo de tonta! -chilló la mujer-. ¡Yo misma lo vigilaré!”. Y abrió la puerta de hierro para mirar. En ese instante salió una bocanada de humo y la bruja se deshizo. Solo quedaron un puñado de polvo y un manojo de llaves. Gretel recogió las llaves y corrió a liberar a su hermanito. Antes de huir de la casa, los dos niños buscaron comida para el viaje. Pero, cual sería su sorpresa cuando encontraron montones de cofres con oro y piedras preciosas! Recogieron todo lo que pudieron y huyeron rápidamente.
Tras mucho andar llegaron a un enorme lago y se sentaron tristes junto al agua, mirando la otra orilla. ¡Estaba tan lejos! “¿Queréis que os cruce?”, preguntó de pronto una voz entre los juncos. Era un enorme cisne blanco, que en un santiamén los dejó en la otra orilla. ¿Y adivinen quien estaba cortando leña justamente en ese lugar? ¡El papá de los chicos! Sí, el papá que lloró de alegría al verlos sanos y salvos. Después de los abrazos y los besos, Hansel y Gretel le mostraron las riquezas que traían, y tras agradecer al cisne su oportuna ayuda, corrieron todos a reunirse con la mamá.

EL GATO CON BOTAS

Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su moli no, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.
El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:
—Mis hermanos, decía, podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:
—No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.
Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.
Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:
—He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.
—Dile a tu amo, respondió el rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.
En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber.
El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al rey productos de caza de su amo. Un día supo que el rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:
—Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.
El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!
Al oír el grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela y reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra.
El rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor marqués de Carabás. El rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.
El rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:
—Buenos segadores, si no decís al rey que el prado que estáis segando es del marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.
Por cierto que el rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.
—Es del señor marqués de Carabás, dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.
—Tenéis aquí una hermosa heredad, dijo el rey al marqués de Carabás.
—Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.
El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:
—Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al marqués de Carabás, os haré picadillo como carné de budín.
El rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.
—Son del señor marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el rey nuevamente se alegró con el marqués.
El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor marqués de Carabás.
El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo.
El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era éste ogro y de lo que sabia hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.
—Me han asegurado, dijo el gato, que vos tenias el don de convertiros en cualquier clase de animal, que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.
—Es cierto, respondió el ogro con brusquedad, y para demostrarlo, veréis cómo me convierto en león.
El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas.
Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.
—Además me han asegurado, dijo el gato, pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible.
—¿Imposible?, repuso el ogro, ya veréis; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso.
Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.
Entretanto, el rey que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al rey:
—Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor marqués de Carabás.
—¡Cómo, señor marqués, exclamó el rey, este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.
El marqués ofreció la mano a la joven princesa y, siguiendo al rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el rey estaba allí.
El rey, encantado con las buenas cualidades del señor marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor, viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:
—Sólo dependerá de vos, señor marqués, que seáis mi yerno.
El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el rey; y ese mismo día se casó con la princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.

EL PATITO FEO

Como en cada verano , a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los mas guapos de todos.
Llego el dia en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se juntaron ante el nido para verles por primera vez.
Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos , cada uno acompañado por los gritos de alegria de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo , el mas grande de los siete , aun no se habia abierto.
Todos concentraron su atencion en el huevo que permanecia intacto , tambien los patitos recien nacidos, esperando ver algun signo de movimiento.
Al poco, el huevo comenzo a romperse y de el salio un sonriente patito , mas grande que sus hermanos , pero ¡oh , sorpresa! , muchisimo mas feo y desgarbado que los otros seis...
La Señora Pata se moria de verguenza por haber tenido un patito tan feo y le aparto de ella con el la mientras prestaba atencion a los otros seis.
El patito se quedo tristisimo porque se empezo a dar cuenta de que alli no le querian...
Pasaron los dias y su aspecto no mejoraba , al contrario , empeoraba , pues crecia muy rapido y era flaco y desgarbado, ademas de bastante torpe el pobre..
Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reian constantemente de el llamandole feo y torpe.
El patito decidio que debia buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano , antes de que se
levantase el granjero , huyo por un agujero del cercado.
Asi llego a otra granja , donde una anciana le recogio y el patito feo creyo que habia encontrado un sitio donde por fin le querrian y cuidarian , pero se equivoco tambien , porque la vieja era mala y solo queria que el pobre patito le sirviera de primer plato. Y tambien se fue de aqui corriendo.
Llego el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que querian dispararle.
Al fin llego la primavera y el patito paso por un estanque donde encontro las aves mas bellas que jamas habia visto hasta entonces. Eran elegantes , graciles y se movian con tanta distincion que se sintio totalmente acomplejado porque el era muy torpe. De todas formas, como no tenia nada que perder se acerco a ellas y les pregunto si podia bañarse tambien.
Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:
- ¡Claro que si , eres uno de los nuestros!
A lo que el patito respondio:
-¡No os burleis de mi!. Ya se que soy feo y flaco , pero no deberiais reir por eso...
Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y veras como no te mentimos.
El patito se introdujo incredulo en el agua transparente y lo que vio le dejo maravillado. ¡Durante el largo invierno se habia transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne mas blanco y elegante de todos cuantos habia en el estanque.
Asi fue como el patito feo se unio a los suyos y vivio feliz para siempre.

caperucita roja

Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la llamaban Caperucita Roja.
Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo.
—Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla.
Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:
—Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
—¿Vive muy lejos?, le dijo el lobo.
—¡Oh, sí!, dijo Caperucita Roja, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del pueblo.
—Pues bien, dijo el lobo, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero.
El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela; golpea: Toc, toc.
—¿Quién es?
—Es su nieta, Caperucita Roja, dijo el lobo, disfrazando la voz, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó:
—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
El lobo tiró la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En seguida cerró la puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un rato después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
—¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, contestó:
—Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
Caperucita Roja tiró la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se escondía en la cama bajo la frazada:
—Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella le dijo:
—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
—Es para abrazarte mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene!
—Es para correr mejor, hija mía.
Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene!
—Es para oír mejor, hija mía.
—Abuela, ¡que ojos tan grandes tiene!
—Es para ver mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!
—¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.